martes, 12 de julio de 2011

¿De quién es ese escote?

Publicado en Página/12


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Por Marta Dillon
Consultorio de la ginecóloga, cinco mujeres delante de mí y eso que llegué apenas cinco minutos tarde. Nunca voy a entender por qué dan tantos turnos si la buena atención de la profesional le va a tomar el doble de tiempo que se pautó para cada una. Por suerte hay material de lectura, la previsión no me alcanzó para poner el libro en la cartera. Además, con esa acumulación de revistas Cosmopolitan al alcance de la mano, quién quiere dedicarse a la literatura. El primer ejemplar que agarro promete: “Vos, arriba: orgasmo asegurado”. Qué bueno que haya eventos que tengan garantía. Allá voy, en busca del secreto. Pero, como suele suceder, cientos de rodeos me entretienen antes de lo que en esta revista se llama una y otra vez “el gran oh”. Es que no hay un solo truco, hay cientos, y todos redundan en lo mismo: actitud, me dicen. Entusiasmo, sonrisa, boca bien abierta, “joya” bien dispuesta, entendiendo por joya vulva o vagina, ya que cuando acuden al término ascético siempre hablan de vagina. En cuanto a las partes de él, hay más sinónimos: sable, tronco, amiguito, y hasta sex toy. Aunque sex toy tiene todo un capítulo. Una puede volverse adicta al sex toy, dicen las chicas cosmo, y sugieren no usar el vibrador que toda mujer guarda en su mesa de luz para no acostumbrarse a llegar al orgasmo de manera “tan artificial”. Pobre, ningún él conseguiría, dicen, ese ritmo constante y sonante que dan las pilas. Entonces mejor no acostumbrarse a eso, pero sí a “hacerlo” con los “stilettos” –tacos– puestos, en la ducha, en la cocina y hasta en la mesa del comedor. Pero atención: estar en la cocina, también se lee, no habilita a usar cualquier cosa como sex toy –y sí, los temas se repiten, casi 200 páginas no se llenan sólo con publicidad–. Bananas, berenjenas y zanahorias no son aconsejables, pueden tener microbios, insisten. Justo hoy al mediodía hice berenjenas asadas, no logro imaginar cómo podría entrar una de ellas en mi “joya”, ¿me estaré perdiendo de algo? ¿Alguien en este consultorio lo habrá probado? ¿Alguien llegará con dolencias relacionadas con el uso de berenjenas como sextoy y todo por no haber leído Cosmopolitan? Mala idea este pensamiento insidioso, sólo me hace recordar que después de esta espera algo llamado espéculo y que se parece poco a un sex toy expandirá mi joya frente a ojos extranjeros. Pero la Cosmo es capaz de llevarme por otros rumbos. Me dice, por ejemplo, cómo viajar en avión sin perder el glamour y acompaña con gráficos muy explícitos el modo correcto de quitar el equipaje de mano de la gaveta sobre el asiento. No, no es que supongan que la lectora media es subnormal, qué va. Es que cuando se trata de glamour es mejor no equivocarse. El tiempo pasa rápido con buena lectura, llego a leer la perla de la edición justo cuando la doctora dice mi nombre. Se trata de una serie de preguntas que, “aunque no seas una chica tímida, no te animás a hacer ni a tu mejor amiga”. Por ejemplo: “¿Seré muy grande de ahí abajo?”.
¡Diosa! ¿Por qué no seré más grande de ahí abajo?, me pregunto en plena colposcopia y consiguiente Papanicolaou. Es un instante, un instante nada más, intento convencerme pero todo lo que tengo en la cabeza son lugares comunes sobre la salud de las mujeres y las delicias a las que estamos expuestas. Hay que dejarse escarbar una vez al año para prevenir el cáncer de útero. Hay que sufrir el aplastamiento consensuado de las tetas entre dos planchas de metal para evitar males mayores como no advertir un cáncer de mama. Hay que luchar contra la divulgación irresponsable que cada tanto advierte que tal vez no sería tan bueno someterse a mamografías anuales por el riesgo de la radiación. Una intenta levantar sus banderitas: este año no me hago mamografía, que la ginecóloga se conforme con la ecografía que es menos cruenta. La doctora tiene paciencia y se aviene a negociar conmigo: “Hacemos el examen manual y, si está todo bien, tranzamos”. La responsabilidad de la profesional convierte mi tortura anual en un asunto personal. Tal vez debería agradecérselo. Y sin embargo lo único que me sale es una puteada cuando descubre un nódulo y me dice que no hay manera, que deberé pasar otra vez por la compactadora de tetas.
De vuelta en la sala de espera, espanto el miedo al nódulo con una nueva Cosmopolitan. Ahora el compás de tiempo se abre mientras la secretaria pide las autorizaciones para los exámenes ya realizados y otros trámites administrativos que poco me importan. Encuentro, como podía ser de otra manera, un bonito capítulo sobre tetas en mi moderna revista para mujeres; perdón, para chicas. Habla de todo lo que es necesario saber para tener un escote “hot” –caliente, sí, pero ¡les gusta tanto escribir hot!–, desde cirugías hasta cremas, corpiños y remeras blancas y transparentes que van a “volver loco a tu hombre”. De tanto pensar en tetas me acuerdo de una polémica reciente sobre la edad del destete: las opiniones van desde los nueve meses hasta los ¡siete años! (del niño/a, claro). Todo sea por ellos. Por ellos, cualquier ellos, incluso por ellas. Nunca por una. Estas tetas son mías, pienso, pero una voz insidiosa parecida a la conciencia me dice que si son mías mejor que las cuide y las radiografíe. Ok, para qué discutir, pero ya que son tan nuestras podrían empezar a idear un sex toy para ellas, siempre tan magreadas, aplastadas, revisadas, sujetadas, miradas, sopesadas. Voy a escribir una carta a Cosmo. Necesito saber cómo hicieron para abducir mi cerebro con sólo una hora de espera en un consultorio.

Recordando a Saramago

Cuestión de color

Marzo 26, 2009 by José Saramago
Dialogo de un anuncio de automóviles en televisión. Al lado del padre, que conduce, la hija, de unos seis o siete años, pregunta: “Papá, sabías que Irene, mi compañera de clase, es negra?” Responde el padre: “Sí, claro…” Y la hija: “Pues yo no…” Si estas tres palabras no son propiamente un puñetazo en la boca del estomago, son sin duda otra cosa: un mazazo en la mente. Se diría que el breve diálogo no es más que el fruto del talento creador de un publicitario con genio, pero, aquí al lado, mi sobrina Julia, que no tiene más que cinco años, preguntada sobre si en Tías, lugar donde vivimos, había negras, respondió que no sabía. Y Julia es china…
Se dice que la verdad sale espontáneamente de la boca de los niños, sin embargo, ante los ejemplos dados, no parece que ese sea el caso, puesto que Irene es realmente negra y negras no faltan tampoco en Tías. La cuestión es que, al contrario de lo que generalmente se cree, por mucho que se intente convencernos de lo contrario, las verdades únicas no existen: las verdades son múltiples, sólo la mentira es global. Las dos niñas no veían negras, veían personas, personas como ellas mismas se ven a sí mismas, luego, la verdad que les salió de la boca fue simplemente otra.
Ya el señor Sarkozy no piensa así. Ahora ha tenido la idea de mandar que se realice un censo étnico destinado a “radiografiar” (la expresión es suya) la sociedad francesa, es decir, saber quienes son y donde están los emigrantes, supuestamente para retirarlos de la invisibilidad y comprobar si las políticas contra la discriminación son eficaces. Según una opinión muy difundida, el camino hacia el infierno está calcetado de buenas intenciones. Por ahí creo que irá Francia si la iniciativa prospera. No es nada difícil imaginar (los ejemplos abundan en el pasado) que el censo pueda llegar a convertirse en un instrumento perverso, origen de nuevas y más sofisticadas discriminaciones. Estoy pensando seriamente pedirle a los padres de Julia que la lleven a Paris para aconsejar al señor Sarkozy…