Por Juan Forn
El año es 1975. Un oficialito de la Fuerza Aérea venezolana está haciendo en Francia un curso de mecánica sobre los Mirage que su país acaba de comprar. Se aburre como una ostra en la base de Creil, a 70 kilómetros de París, hasta que una amiga de amigos de Caracas acude en su ayuda: lo invita a una fiesta de una compatriota que ha terminado sus estudios en la Sorbona. El oficialito se va de la base sin pedir permiso; es tarde cuando llega a la fiesta en París, donde no conoce a nadie. Alguien toca una guitarra, una pareja baila abrazada, por todos lados hay vasos de plástico con restos de vino. De pronto llaman a la puerta dos policías de civil escoltando a un argelino. Preguntan por un tal Carlos, quien sale de la cocina a recibirlos en impecable francés. El argelino se exalta al verlo. Los policías piden a Carlos sus papeles y éste informa que los tiene en su chaqueta. Parte al único dormitorio del departamentito a buscarlos. El argelino se pone muy nervioso. Los invitados contemplan la escena, más inquietos que curiosos ya, cuando el tal Carlos vuelve de la habitación con una pistola en la mano, dispara primero a la cabeza del argelino, luego a la de cada uno de los agentes y, antes de que las víctimas terminen de caer al piso, salta por encima de ellas para huir escaleras abajo.
El oficialito sale pitando detrás: sabe que su destino en la Fuerza Aérea venezolana depende de que logre desaparecer de ahí antes de que lleguen más policías. A tal velocidad baja las escaleras que llama la atención de Carlos, quien gira en seco, lo encañona y está por apretar el gatillo cuando el oficialito alza las manos y grita: “¡Pas de culebra avec tois, pana! ¡No me quemes, por favor!”. Carlos baja la pistola y desaparece. El oficialito corre en dirección contraria por las calles, para un taxi y paga una fortuna para que lo lleve hasta la base en Creil. A la mañana siguiente logra permiso para abordar un Hércules que transporta carga a Venezuela. Entretanto, la policía francesa no necesita presionar mucho a los asistentes a la fiesta para que la chica que invitó al oficialito identifique con nombre y apellido al hombre que huyó de la escena del crimen junto con el asesino. Al aterrizar en Caracas, el oficialito es detenido por pedido de la Sureté. Permanece siete meses preso, sometido a interrogatorio diario, hasta que los franceses se convencen de que no tiene ningún vínculo con Carlos, alias “Illich Ramírez Sánchez”, alias “El Chacal”, el terrorista más buscado por la Interpol, el hombre que había asesinado a aquellos dos policías y al argelino que lo había entregado en esa fiesta.
Mi amigo Ibsen Martínez dice que a lo largo de los años se ha cruzado con no menos de cinco mil personas en Caracas que juran haber estado aquella noche en el microscópico departamento de la rue Touillon. Todos lo cuentan igual: el baile languideciente, la llegada de los policías, los tres disparos acertando justo entre las cejas de los dos policías y del soplón argelino (que en realidad era libanés, se llamaba Michel Moukharbal y había sido compañero de Carlos en la célula parisina del Frente Popular de Liberación Palestina), Carlos saltando por encima de los cadáveres y huyendo, y un día después recibido como un héroe en Beirut por haber ajusticiado al traidor Moukharbal. Según Ibsen, la mejor manera de saber si dicen la verdad es si mencionan al oficialito: el que no lo vio desaparecer por las escaleras detrás de Carlos, no estuvo. El oficialito fue finalmente exonerado pero, para su desconsuelo, terminó expulsado de la Fuerza Aérea. Tuvo unos años difíciles hasta que terminó piloteando un biplano de fumigación en la sabana venezolana, trabajo en el que conoció a Ibsen, que también supo ser piloto antes de convertirse en escritor de telenovelas. El oficialito conserva un rencor inextinguible hacia el hombre que truncó su carrera, y convierte a Ibsen en depositario de sus confidencias: a lo largo de los años siguientes, cada vez que devela algo nuevo sobre Carlos, visita a mi amigo para contárselo con pelos y señales.
Ibsen, en tanto, gana cartel escribiendo telenovelas mientras en secreto anhela escribir novelas a secas. Un día lo invitan a un congreso sobre su rubro, en una universidad en Barcelona. Se aburre tanto en el congreso que se toma un tren a Blanes, donde ha oído decir que vive Roberto Bolaño. En Blanes va de bar en bar preguntando por el escritor chileno, hasta que de puro pedo consigue la dirección, le toca el portero eléctrico a Bolaño, dice que es un admirador venezolano y, para su sorpresa, Bolaño baja fumando y se pasa la tarde con él: un par de días antes ha terminado de corregir las pruebas de Los detectives salvajes y no está con ánimo de trabajar en nada. En el curso de la tarde, cuando Ibsen desemboca en la historia del oficialito y el terrorista, Bolaño deja por un momento de fumar y murmura: “Deberías escribir eso”. Y le cambia para siempre la vida (años después, cuando el chileno, ya famoso, ganó el Rómulo Gallegos, y fue a Caracas a recibirlo, y le preguntaron qué escritores venezolanos valoraba más, dejó atónitos a todos contestando: “Ibsen Martínez”).
El ex oficialito le ha repetido muchas veces a Ibsen que lo único que espera de la vida es que algún día el mundo sepa qué clase de terrorista de pacotilla supo ser su némesis. Carlos fue atrapado y juzgado en Francia en 1997, donde hoy cumple cadena perpetua en confinamiento solitario, no por sus operativos revolucionarios, sino por el asesinato de aquellos dos policías y el soplón. El ex oficialito dice que la CIA y el Mossad adjudican erróneamente a Carlos toda clase de atentados, desde la masacre de atletas israelíes en Munich ’72 hasta el Boeing de Air France desviado a Entebbe en 1976. Sólo es posible que haya participado en el secuestro de los líderes de la OPEP en Viena en 1975, operación que culminó con un rescate de 50 millones de dólares que Carlos adujo que se perdieron y por eso fue expulsado del FPLP y declarado persona no grata en todo Medio Oriente. Por esa razón terminó refugiado en el Sudán, donde un día debió operarse de una hernia, momento que los sudaneses aprovecharon para venderlo, aún dopado por la anestesia, a los servicios secretos franceses, quienes se lo llevaron clandestinamente a su país y allí lo juzgaron con gran despliegue. Carlos no se quedó atrás: contrató a Jacques Vergés, el abogado que defendió a Klaus Barbie y a Milosevic, después lo reemplazó por su segunda, Isabelle Coutant-Peyre, con quien terminó casándose “simbólicamente” (no tiene derecho a visitas conyugales). Desde entonces pide ser repatriado a Venezuela para cumplir su condena.
Las últimas noticias que me pasa Ibsen (que lleva años escribiendo esta saga en un libro que se llamará Biplanos, porque en cada capítulo hay un avión) es que el ex oficialito ya está pensando qué hará exactamente cuando quede frente a frente con su némesis, en el caso de que Hugo Chávez logre repatriar a Carlos. Entonces tendrá lugar el último capítulo de esta historia que, como bien le dijo Bolaño a Ibsen aquella tarde en Blanes, es un duelo hasta la muerte, lento pero inexorable, que lleva 35 años de silencioso desarrollo y alcanzará su culminación cuando Ibsen nos lo cuente en Biplanos.
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