Queridos míos, hoy les dejo para su deleite el cuento de mi querido amigo Carlos. Seguramente lo disfrutarán, si quieren leer más de él (y se los recomiendo) pueden hacerlo en http://comandante.wordpress.com/
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Hola. Me voy a presentar, mi nombre es Eustaquio Élculo.
Sí, leyó bien, Eustaquio Élculo, con acento en la “e”, es un noble apellido esdrújulo.
El uso de las máquinas de escribir generalizó la costumbre de no acentuar las mayúsculas, pero reitero que mi apellido es esdrújulo, con acento en la “e”, aún cuando sea mayúscula.
Es verdad que pocos pronuncian el acento correctamente cuando me llaman por el apellido, pero yo siempre corrijo está imperfección del lenguaje.
No se preocupe, entiendo que lea lo que dije y se esté riendo, casualmente de eso trata esta breve historia.
Soy hijo de Máximo Élculo y de Dolores Fuertes de Élculo. Esos son mis amados padres.
Mi infancia, dentro del hogar familiar, fue muy feliz. Mi madre era muy querida en el barrio y mi padre, un importante miembro de la comunidad.
Las personas, cuando iba de la mano con mis padres por la calle, los saludaban afectuosamente y siempre tenían alguna golosina para regalarme o me hacían algún comentario agradable.
Sin embargo, crecí y comencé a ir al colegio primario.
De pronto, me encontré en un ambiente que me era absolutamente desconocido, rodeado de pequeños como yo. Estaban “el bajito”, “el gordo”, uno que lloraba, otro que trataba de sacarse la corbata, pero el peor parecía uno que era alto, un personaje de la peor ralea, en sus ojos vidriosos podía verse la ira y el encono.
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Hola. Me voy a presentar, mi nombre es Eustaquio Élculo.
Sí, leyó bien, Eustaquio Élculo, con acento en la “e”, es un noble apellido esdrújulo.
El uso de las máquinas de escribir generalizó la costumbre de no acentuar las mayúsculas, pero reitero que mi apellido es esdrújulo, con acento en la “e”, aún cuando sea mayúscula.
Es verdad que pocos pronuncian el acento correctamente cuando me llaman por el apellido, pero yo siempre corrijo está imperfección del lenguaje.
No se preocupe, entiendo que lea lo que dije y se esté riendo, casualmente de eso trata esta breve historia.
Soy hijo de Máximo Élculo y de Dolores Fuertes de Élculo. Esos son mis amados padres.
Mi infancia, dentro del hogar familiar, fue muy feliz. Mi madre era muy querida en el barrio y mi padre, un importante miembro de la comunidad.
Las personas, cuando iba de la mano con mis padres por la calle, los saludaban afectuosamente y siempre tenían alguna golosina para regalarme o me hacían algún comentario agradable.
Sin embargo, crecí y comencé a ir al colegio primario.
De pronto, me encontré en un ambiente que me era absolutamente desconocido, rodeado de pequeños como yo. Estaban “el bajito”, “el gordo”, uno que lloraba, otro que trataba de sacarse la corbata, pero el peor parecía uno que era alto, un personaje de la peor ralea, en sus ojos vidriosos podía verse la ira y el encono.
Lo primero que hizo la maestra fue tomar lista. Después de la D viene la E, aún cuando tuviera acento. Sin embargo, la maestra hizo una pausa, se sonrió y por fin, recobró la compostura y mencionó, por primera vez ante el público, mi noble apellido.
Los chicos, mis compañeros, los que mi madre me decía todos los días, que iban a ser mis “amiguitos”, hicieron el mismo silencio que la profesora, pero en lugar de sonreírse largaron, todos al unísono, una sonora carcajada. Hasta el que lloraba dejó de hacerlo.
Así comenzó mi historia escolar. La maestra, todos los días, tomaba lista y, todos los días, se repetía el mismo ritual.
Aún, cuando después de muchos años, hablando con mis “amiguitos”, ahora ya grandes, me confesaban que se habían enamorado de la “señorita”, yo aún le guardo profundo rencor. No puedo olvidar la primera vez que mencionó mi apellido: lo dijo sin el acento en la “e”.
Mi primer recreo también fue el más odiado, todos me señalaban, no solo los miembros de mi clase, sino también, las otras maestras y señoritas. Hasta el Director me miraba.
Le conté a mi madre y a mi padre lo que me sucedía y ellos me recalcaron que mi apellido era esdrújulo, es decir con acento en la “e”; que nunca lo olvidara.
Así que me convertí en el único niño que aún no sabía escribir y ya sabía que significaba una palabra esdrújula y la sutil pronunciación que de ello se derivaba.
En cambio amé, a mi Señorita de segundo grado, ella optó por ponernos sobrenombres, dado que mi nombre Eustaquio, también motivaba a risa.
Pero me estoy yendo de tema, no quiero hablar del amor que tenía por la señorita de segundo grado.
Lo cierto es que, lo curioso de mi apellido, se fue olvidando con los días y pude ser bastante normal con mis “amiguitos”, todos pronunciaban bien mi apellido. Lo pronunciaban con acento en la “e”.
Siempre, lo peor sucedía cuando cambiaba de grado, todo comenzaba de vuelta. Excepto cuando pasé a segundo grado, que fue cuando la señorita nos puso apodos. Yo no era “Eustaquito”, me llamaban “El Rubio” o, simplemente, “Rubio”, algo neutral.
Así, pasó el tiempo y mi vida, con mis amiguitos, continuó bien. Era amigos de todos y todos los eran de mí.
Se la habían agarrado con el pibe que lloraba -y que nunca dejó de llorar-. En cambio, yo no lloraba, no me lo podía permitir; era el único con un apellido esdrújulo y eso me hacía diferente.
Cuando pasé a la secundaria, un secundario mixto, la cosa fue peor. El pibe que lloraba, ya no estaba allí y no tenían con quien agarrársela.
Pero la cosa era más terrible, ya no estaba la señorita de segundo grado, había montones de profesores y todos tomaban lista.
Ninguno, al principio, lo pronunciaba con acento en la “e”. Excepto el profesor de Literatura que retó a toda la clase cuando se rieron la primera vez que tomó lista.
Él sí lo pronunció con acento en la “e” y por primera vez explicó al grupo lo que era una palabra esdrújula y, que las mayúsculas se acentúan, a pesar de las máquinas de escribir.
El colegio secundario era distinto, había chicos grandes y malos. Así que, después de mi primera golpiza, tuve que decidir.
O me parecía al pibe que lloraba o aprendía a defenderme. Así que me decidí por aprender a defenderme.
Mi apodo de rubio y el hecho de que me sabía defender me hizo popular y mi apellido –que es esdrújulo- pasó a ser un símbolo de status.
Con las chicas era distinto. Mi padre me habló y me dijo que ningún Élculo de la familia, podría ser homosexual, aún cuando el apellido hubiera sido con acento en la “e”.
No era una cuestión de discriminación, era cuestión de vida o muerte, ningún homosexual podría sobrevivir con ese apellido, aún cuando fuera esdrújulo.
Por los sabios consejos de mi padre, aprendí el arte de la seducción y, como además, todos me respetaban porque me sabía defender, fui muy popular entre las chicas.
A veces era incómodo, sobre todo cuando debían presentarme a su familia. Pero era la primera impresión,
luego yo me encargaba de explicar que mi apellido era esdrújulo, es decir, con acento en la “e”.
También tuve que ser buen estudiante -tenía que ser el mejor- porque podía defenderme de mis compañeros, pero no podía pegarle a mis profesores.
Por ser el mejor alumno, me otorgaron la medalla de oro cuando terminé la secundaria.
Vendrían funcionarios de distintos organismos y el mismísimo Ministro de Educación. –él me entregaría la medalla-.
Mis amigos, se sentaron al final de todo, casi a la salida. Fueron todos para ver como me galardonaban con la medalla.
El salón estaba lleno y se aproximaba mi momento de gloria. El Ministro tomó el diploma y la medalla y luego pronunció mi apellido. Lo pronunció sin acento en la “e” y todos se rieron, pero se hicieron los distraídos, era el Ministro y uno no puede burlarse de un Ministro.
Sin embargo, mis amigos me reservaban una sorpresa en alusión a la medalla que me daban.
Cantaron una canción alegórica: “Te la dan, Élculo te la dan”. Todos estallaron en una carcajada. Claro. lo dijeron sin acento en la “e”.
Así terminé la secundaria.
Afortunadamente no hice el servicio militar, porque me saqué número bajo. No hubiera querido hacerla porque los militares no saben pronunciar bien las esdrújulas, Además, las máquinas de escribir del ejército no permiten acentuar las mayúsculas.
Me enfrenté a otras de mis grandes decisiones de la vida. Debía escoger una carrera universitaria.
No podía ser médico, nadie querría un médico que llevara mi apellido aún cuando fuera con acento en la “e”.
Menos aún podía pensar en ciertas especialidades.
Por eso en mi familia no hay médicos.
Tampoco podía ser veterinario, menos aún diplomático.
Peor aún, hubiera sido escoger abogacía. Por esa época yo pensaba que todos los juicios eran como los de la TV, así que no me imaginaba explicándole a un jurado, que mi apellido era esdrújulo y llevaba acento en la “e”, aún cuando las máquinas de escribir no permitieran hacerlo.
Ningún jurado me tendría en cuenta.
Más difícil sería aclararle a la señorita que toma nota -la dactilógrafa-, cada vez que se mencionara mi apellido, que debía ponerle acento en la “e”, aún cuando su máquina de escribir no lo permitiera. Hubiera demorado cualquier juicio.
Así que me decidí a ser contador, allí no hacía falta mencionar el apellido, todos los contribuyentes y también los contadores, tienen un número y no un apellido.
Tampoco fui a una Universidad privada, fui a la estatal, porque allí nadie menciona el apellido del otro, solo hay otro número que lo identifica, así que por un tiempo fui el 83.205.
Fui un buen contador, tuve buenos clientes y me veía seguido con mis amigos del colegio y de la facultad. También tuve muchas novias, que todas pronunciaban bien mi apellido, es decir con acento en la “e”.
Hasta que un día decidí hacer un libro, este me llevaría a la fama, pero mi editor me dio millones de razones por las cuales yo no podía escribir con ese apellido, pero fundamentalmente, porque las máquinas de escribir no permitían acentuar a las mayúsculas.
Además, ningún locutor, cuando me mostraran en las cámaras, pronunciarían bien mi apellido, es decir con acento en la “e”.
Entonces, cometí el error de mi vida, me cambié el nombre y pasé a ser Juan García, un apellido común y un nombre común. Si hubiera sido inglés me hubiera llamado John Smith.
Como Juan García, nadie me conocía. Mis amigos no me encontraban en la guía telefónica, mis novias ya no me llamaban, ya no era hijo de la mujer muy querida en el barrio ni del importante miembro de la comunidad. Como profesional no tenía currículo ni antecedentes así que no publicaron mi libro.
Con el único que me veía era con el chico que lloraba, ahora era un hombre amargado y triste, pero era el único que me reconocía.
Por eso, ahora volví a ser Eustaquio Élculo, con acento en la “e”, un apellido esdrújulo, el cual nunca debí olvidar, porque todo se lo debo a él.
Agosto 2002
Carlos Enrique Spina
Los chicos, mis compañeros, los que mi madre me decía todos los días, que iban a ser mis “amiguitos”, hicieron el mismo silencio que la profesora, pero en lugar de sonreírse largaron, todos al unísono, una sonora carcajada. Hasta el que lloraba dejó de hacerlo.
Así comenzó mi historia escolar. La maestra, todos los días, tomaba lista y, todos los días, se repetía el mismo ritual.
Aún, cuando después de muchos años, hablando con mis “amiguitos”, ahora ya grandes, me confesaban que se habían enamorado de la “señorita”, yo aún le guardo profundo rencor. No puedo olvidar la primera vez que mencionó mi apellido: lo dijo sin el acento en la “e”.
Mi primer recreo también fue el más odiado, todos me señalaban, no solo los miembros de mi clase, sino también, las otras maestras y señoritas. Hasta el Director me miraba.
Le conté a mi madre y a mi padre lo que me sucedía y ellos me recalcaron que mi apellido era esdrújulo, es decir con acento en la “e”; que nunca lo olvidara.
Así que me convertí en el único niño que aún no sabía escribir y ya sabía que significaba una palabra esdrújula y la sutil pronunciación que de ello se derivaba.
En cambio amé, a mi Señorita de segundo grado, ella optó por ponernos sobrenombres, dado que mi nombre Eustaquio, también motivaba a risa.
Pero me estoy yendo de tema, no quiero hablar del amor que tenía por la señorita de segundo grado.
Lo cierto es que, lo curioso de mi apellido, se fue olvidando con los días y pude ser bastante normal con mis “amiguitos”, todos pronunciaban bien mi apellido. Lo pronunciaban con acento en la “e”.
Siempre, lo peor sucedía cuando cambiaba de grado, todo comenzaba de vuelta. Excepto cuando pasé a segundo grado, que fue cuando la señorita nos puso apodos. Yo no era “Eustaquito”, me llamaban “El Rubio” o, simplemente, “Rubio”, algo neutral.
Así, pasó el tiempo y mi vida, con mis amiguitos, continuó bien. Era amigos de todos y todos los eran de mí.
Se la habían agarrado con el pibe que lloraba -y que nunca dejó de llorar-. En cambio, yo no lloraba, no me lo podía permitir; era el único con un apellido esdrújulo y eso me hacía diferente.
Cuando pasé a la secundaria, un secundario mixto, la cosa fue peor. El pibe que lloraba, ya no estaba allí y no tenían con quien agarrársela.
Pero la cosa era más terrible, ya no estaba la señorita de segundo grado, había montones de profesores y todos tomaban lista.
Ninguno, al principio, lo pronunciaba con acento en la “e”. Excepto el profesor de Literatura que retó a toda la clase cuando se rieron la primera vez que tomó lista.
Él sí lo pronunció con acento en la “e” y por primera vez explicó al grupo lo que era una palabra esdrújula y, que las mayúsculas se acentúan, a pesar de las máquinas de escribir.
El colegio secundario era distinto, había chicos grandes y malos. Así que, después de mi primera golpiza, tuve que decidir.
O me parecía al pibe que lloraba o aprendía a defenderme. Así que me decidí por aprender a defenderme.
Mi apodo de rubio y el hecho de que me sabía defender me hizo popular y mi apellido –que es esdrújulo- pasó a ser un símbolo de status.
Con las chicas era distinto. Mi padre me habló y me dijo que ningún Élculo de la familia, podría ser homosexual, aún cuando el apellido hubiera sido con acento en la “e”.
No era una cuestión de discriminación, era cuestión de vida o muerte, ningún homosexual podría sobrevivir con ese apellido, aún cuando fuera esdrújulo.
Por los sabios consejos de mi padre, aprendí el arte de la seducción y, como además, todos me respetaban porque me sabía defender, fui muy popular entre las chicas.
A veces era incómodo, sobre todo cuando debían presentarme a su familia. Pero era la primera impresión,
luego yo me encargaba de explicar que mi apellido era esdrújulo, es decir, con acento en la “e”.
También tuve que ser buen estudiante -tenía que ser el mejor- porque podía defenderme de mis compañeros, pero no podía pegarle a mis profesores.
Por ser el mejor alumno, me otorgaron la medalla de oro cuando terminé la secundaria.
Vendrían funcionarios de distintos organismos y el mismísimo Ministro de Educación. –él me entregaría la medalla-.
Mis amigos, se sentaron al final de todo, casi a la salida. Fueron todos para ver como me galardonaban con la medalla.
El salón estaba lleno y se aproximaba mi momento de gloria. El Ministro tomó el diploma y la medalla y luego pronunció mi apellido. Lo pronunció sin acento en la “e” y todos se rieron, pero se hicieron los distraídos, era el Ministro y uno no puede burlarse de un Ministro.
Sin embargo, mis amigos me reservaban una sorpresa en alusión a la medalla que me daban.
Cantaron una canción alegórica: “Te la dan, Élculo te la dan”. Todos estallaron en una carcajada. Claro. lo dijeron sin acento en la “e”.
Así terminé la secundaria.
Afortunadamente no hice el servicio militar, porque me saqué número bajo. No hubiera querido hacerla porque los militares no saben pronunciar bien las esdrújulas, Además, las máquinas de escribir del ejército no permiten acentuar las mayúsculas.
Me enfrenté a otras de mis grandes decisiones de la vida. Debía escoger una carrera universitaria.
No podía ser médico, nadie querría un médico que llevara mi apellido aún cuando fuera con acento en la “e”.
Menos aún podía pensar en ciertas especialidades.
Por eso en mi familia no hay médicos.
Tampoco podía ser veterinario, menos aún diplomático.
Peor aún, hubiera sido escoger abogacía. Por esa época yo pensaba que todos los juicios eran como los de la TV, así que no me imaginaba explicándole a un jurado, que mi apellido era esdrújulo y llevaba acento en la “e”, aún cuando las máquinas de escribir no permitieran hacerlo.
Ningún jurado me tendría en cuenta.
Más difícil sería aclararle a la señorita que toma nota -la dactilógrafa-, cada vez que se mencionara mi apellido, que debía ponerle acento en la “e”, aún cuando su máquina de escribir no lo permitiera. Hubiera demorado cualquier juicio.
Así que me decidí a ser contador, allí no hacía falta mencionar el apellido, todos los contribuyentes y también los contadores, tienen un número y no un apellido.
Tampoco fui a una Universidad privada, fui a la estatal, porque allí nadie menciona el apellido del otro, solo hay otro número que lo identifica, así que por un tiempo fui el 83.205.
Fui un buen contador, tuve buenos clientes y me veía seguido con mis amigos del colegio y de la facultad. También tuve muchas novias, que todas pronunciaban bien mi apellido, es decir con acento en la “e”.
Hasta que un día decidí hacer un libro, este me llevaría a la fama, pero mi editor me dio millones de razones por las cuales yo no podía escribir con ese apellido, pero fundamentalmente, porque las máquinas de escribir no permitían acentuar a las mayúsculas.
Además, ningún locutor, cuando me mostraran en las cámaras, pronunciarían bien mi apellido, es decir con acento en la “e”.
Entonces, cometí el error de mi vida, me cambié el nombre y pasé a ser Juan García, un apellido común y un nombre común. Si hubiera sido inglés me hubiera llamado John Smith.
Como Juan García, nadie me conocía. Mis amigos no me encontraban en la guía telefónica, mis novias ya no me llamaban, ya no era hijo de la mujer muy querida en el barrio ni del importante miembro de la comunidad. Como profesional no tenía currículo ni antecedentes así que no publicaron mi libro.
Con el único que me veía era con el chico que lloraba, ahora era un hombre amargado y triste, pero era el único que me reconocía.
Por eso, ahora volví a ser Eustaquio Élculo, con acento en la “e”, un apellido esdrújulo, el cual nunca debí olvidar, porque todo se lo debo a él.
Agosto 2002
Carlos Enrique Spina
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