domingo, 21 de octubre de 2007

Las madres verdaderas no levitan

Por Rosa Montero

Este artículo que está usted leyendo tarda dos semanas en imprimirse, de manera que entre el momento en que lo escribo y la fecha de su publicación pueden haber sucedido muchas cosas en el mundo. Sobre todo si el tema es tan turbio, crispado y candente como el de los McCann y la desaparición de Madeleine. En los quince días que median entre mi ordenador y sus ojos tal vez hayan encontrado a la niña, o su cadáver; tal vez hayan descubierto las pruebas definitivas para culpar a los padres, o para exonerarlos. Pase lo que pase, es una tragedia que el circo mediático ha convertido en algo fatalmente desesperado, porque cualquier desenlace será terrible. Si los McCann son inocentes, por el atroz martirio añadido que estarían soportando con las sospechas: no creo que nadie pueda recuperarse de algo así. Y si son culpables, por la basura inconmensurable de manipulación y perverso fingimiento que habrían arrojado sobre la opinión pública, ensuciando la credibilidad de cualquier causa: dudo que la solidaridad social quedara indemne. En cualquier caso, la desaparición de Maddie, que por desgracia no es más que una entre muchas otras desapariciones de niños, se ha convertido en un suceso emblemático de nuestra época, justamente por el inmenso globo informativo que se ha montado en torno al asunto. Es un incidente policial sobre el que se ha aplicado el talante chabacano, gritón, tergiversador e impúdico de una sociedad acostumbrada al Gran Hermano.

De eso quería hablar, precisamente. De la impudicia. Y de cómo el airear la intimidad produce unos efectos alucinantes. Leo que han investigado el diario de la madre, Kate McCann, buscando pruebas. Y los medios airean anotaciones de la madre que son consideradas sospechosas. Por ejemplo, Kate escribió que los mellizos eran unos “histéricos”, y que la niña tenía una “energía que me consume”. Y se quejó de que su marido no la ayudaba lo suficiente en el cuidado de los niños. Estas frases inanes han llenado grandes titulares en los periódicos, como si semejantes boberías fueran un indicio claro de culpabilidad. Pero por todos los santos, ¡si son los lugares comunes más tibios y vulgares que pensarse pueda! Que las madres que no hayan pensado o dicho alguna vez algo parecido den un paso al frente.

De hecho, las anotaciones de Kate me parecen de un comedimiento extraordinario. Hay madres que gritan, que se desesperan, que en un momento de hartura dicen que mandarían a sus hijos a un orfanato. Y todo esto no les impide ser estupendas madres. Una de las cosas más nefastas del circo mediático es su cruda simplificación de la realidad, el embrutecedor falseamiento de las emociones, de los sentimientos y de la vida. Y así, ahora resulta que, según los medios, para ser una buena madre, una madre de la cual no se sospeche algo tan gordo como que ha matado a su hija, la mujer tiene que ir levitando de felicidad materna todo el día.

Eso es lo que tiene no respetar el carácter íntimo de la intimidad, la necesaria privacidad de lo privado. Si uno airea aquello que pertenece al ámbito más reservado y personal, la realidad se deforma de manera grotesca. Todos guardamos pensamientos y actos indecibles que no querríamos que otros conocieran y que, de hacerse públicos, serían probablemente malentendidos. En la hermosísima novela El mar, de John Banville, una mujer agonizante habla a su marido de los momentos en que se han odiado el uno al otro. Y es que entre ellos también ha habido odio, pese a que han vivido una historia de amor profunda y tierna. Así de complicados somos en nuestra más recóndita intimidad, así de confusos. La vida personal es un secreto tan secreto que ni siquiera nosotros mismos tenemos del todo claro lo que llevamos dentro.

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